2018-03-08
REFLEXIONES PARA EL DÍA DE LA MUJER - Sobre nuestro patriarcado filosófico -
Este artículo pone de presente la
profunda relación entre filosofía y exclusión femenina, no sólo en la historia
del pensamiento, sino en el exiguo lugar que ellas ocupan en la actualidad como
profesoras e investigadoras en las principales facultades de filosofía del
país. No deja de resultar irónico que la filosofía, considerada por Nietzsche como la “conciencia malvada de su tiempo”,
no se haya percatado suficientemente de que en la historia del pensamiento ha
habido una curiosa relación entre filosofía y exclusión. ¿De qué tipo de
exclusión estamos hablando? La respuesta es sencilla: la exclusión de la mujer
de la historia de la filosofía. Es como si ellas no pudieran trepar las
montañas de las cumbres del pensa- Rosa Luxemburgo num comício no início do sec xx miento; como si fueran incapaces de ocupar su
puesto de pensadoras o catedráticas con suficiencia, rigurosidad, penetración,
inteligencia, imaginación y creatividad. Pero, lamentablemente, es así. Es la
herencia de la sociedad occidental-cristiana… aunque no sólo de ella.
Por un lado, la Biblia en la interpretación dominante tiene
elementos que permiten inferir una degradación del papel de la mujer en la
historia, la responsable de
la caída del Edén con todas sus consecuencias negativas (muerte, enfermedades,
sufrimiento, etc.), así como el sujeto que ocasiona la salida del hombre del
idílico paraíso y lo condena al trabajo, a ganarse el “pan con el sudor de su
frente”. Ella, desde esta perspectiva, representa el atentado contra la
ley divina. De tal manera que, hasta la tarea del pensar que se considera
monopolio del hombre, resulta consecuencia de su acto transgresor. En esta
concepción ella es pecaminosa,
tentadora y embustera.
Lo que se pasa por alto en esta lectura
sumamente maniquea, es que le debemos a la mujer el haber salido del aburrido y
monótono jardín. En estricto sentido, desde esta perspectiva cristiana
deberíamos decir que, gracias a ella, la humanidad es sujeto de la historia,
con sus grandezas y sus miserias. Gracias a ella hay civilización y cultura.
Por ella, existe la ciencia que ha permitido crear la civilización en la que
vivimos. Por eso hoy, y después de las innumerables y, en cierta medida,
ocultadas luchas feministas, deberíamos decir que disfrutamos de igualdad y
dignidad gracias a su inicial insolencia, atrevimiento y curiosidad… en
últimas, somos feudatarios, para bien, de “su pecado original”.
Por otro lado, en la historia de la
filosofía, desde Grecia, ya Aristóteles
consideraba a la mujer como un ser defectuoso, que necesitaba tutela y
gobierno; por eso ella era parte de la hacienda, del gobierno de la casa
(oikos- nomos), un ser, superior, eso sí, a los esclavos
considerados cosas animadas que trabajan. Ni qué decir de las lecturas
medievales, donde la episteme basada en el dualismo cuerpo/alma concibió al cuerpo femenino como lugar de
asentamiento de corrupción, deseo, perversidad y pecado. La belleza femenina
exalta los sentidos, y “toda exaltación de los sentidos no es sino la apelación
que el diablo dirige al cuerpo, quien, gracias a su obra, lo había reducido a
la dimensión terrena y mortal”, como señala Virginia Naughton en su
libro Historia del deseo en la época medieval.
Si bien en el Renacimiento, como anotó
Jacob Burckhardt, especialmente en las familias nobles, la mujer recibió una
gran educación, tal es el caso de Lucrecia Borgia en Italia, lo cierto es que
la lectura dominante siguió siendo menospreciar sus capacidades intelectuales.
En la modernidad filosófica europea, ese menosprecio continúa, y su papel y rol
social sigue estando determinado por la sociedad tradicional; siguen siendo
condenadas a determinadas funciones sociales. Es lo que Judith Butler llama
performatividad de género. Por ejemplo, Arthur Schopenhauer no sólo afirmó que las mujeres eran
animales de pelo largo e inteligencia corta, sino que fue un digno representante de esa
mentalidad patriarcal construida por siglos que le niega cualquier otra
posibilidad en la sociedad. Decía: “A las mujeres sólo se les debería aplicar en los trabajos domésticos,
se les debería alimentar, y vestir bien, pero no mezclarlas en la sociedad ni
instruirlas en la poesía y la política”. Incluso Nietzsche, que tuvo una relación compleja y
ambigua con las mujeres, no sólo pensaba que los derechos femeninos eran fruto
del detestable espíritu
democrático, el cual él, con su aristocratismo, detestaba, sino que, al
ejercerlos, ellas, en verdad, retrocedían. Con cierta malicia llegó a afirmar: “El traje negro y el mutismo
visten de inteligencia a cualquier mujer”.
Los ejemplos podrían repetirse hasta el
hartazgo. Pero lo que nos debe preocupar hoy es que, a pesar de los avances
sociales y los logros obtenidos en las luchas por una mayor expansión
democrática, como en muchos otros casos, la mujer no goza plenamente de sus
derechos. Su cuerpo sigue siendo “objeto” de
posesión, subordinación, maltrato, abuso, acoso, exclusión, discriminación… etc. Dice la Organización de las Naciones
Unidas (ONU): “A pesar de que la participación de las mujeres en las carreras
de grado superior ha aumentado enormemente, están insuficientemente
representadas en estos campos todavía”. Pero esto no sólo sucede en la ciencia
dura y otras disciplinas, sino que sucede, como ya se afirmó, en la filosofía,
la llamada “madre de las ciencias”.
En las facultades de Filosofía del mundo,
la presencia femenina es mínima. No sólo sucede en Inglaterra, como se ha mostrado
en el informe Women in Philosophy in the UK. A report by the
British Philosophical Association and the Society for Women in Philosophy UK,
en el que sólo el 24 % de docentes son mujeres, sino en todo el hemisferio
occidental. En Colombia, la presencia de la mujer en las facultades de
Filosofía mantiene el mismo patrón. Para sólo mencionar cuatro ejemplos, en la
Universidad de los Andes, hay sólo tres mujeres entre un total de doce docentes
de planta (25 %); en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia,
donde aparecen más de treinta docentes, sólo hay ocho; en la Universidad
Javeriana hay cinco mujeres entre un profesorado de planta de veintidós. Tanto
en la Javeriana como en la de Antioquia, el porcentaje ronda tan sólo la cuarta
parte (25 %) del total de docentes, similar al porcentaje en el Reino Unido. Un
caso dramático es el del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional
de Colombia, donde sólo hay una mujer entre los 18 docentes, lo que equivale a
tan sólo el 5,5 %. Y así se repite el patrón en otras facultades.
No deja de ser curioso, también, que en la
enseñanza de la Filosofía la mujer quede al margen, pues la historia oficial de
la Filosofía occidental, sin mencionar el desconocimiento que tenemos de otras
tradiciones filosóficas, está plagada mayoritariamente de hombres. Es como si la lógica, la
dialéctica, la filosofía moral y política, el marxismo, la fenomenología, etc.,
fueran feudos intelectuales de exclusiva propiedad masculina. Un
estudiante colombiano (y sin duda los de otros países) egresado de un programa
de Filosofía, rara vez sabe algo sobre Hiparquía, la filósofa de la Escuela Cínica; sobre
Hipatia, la filósofa neoplatónica de Alejandría o, para mencionar autoras más
cercanas en el tiempo, de Rosa Luxemburgo, Agnes Heller, María Zambrano, Edith
Stein, Simon Weil, Hannah Arendt, Martha Nusbaum, Adela Cortina, Chantal
Mouffe, Judith Buttler; o de las latinoamericanas Victoria Ocampo, María Luisa
Rivara de Tuesta, o Dina Picotti.
En Colombia hay que resaltar los nombres
de destacadas filósofas como Lucy
Carrillo, Amalia Boyer, María del Rosario Acosta, Laura Quintana, Ángela Uribe
Botero, entre otras, quienes se han ganado un notable puesto dentro de
un espacio dominado por hombres. Igualmente, hay que celebrar la reciente
constitución de la Red Colombiana de Mujeres Filósofas, que busca visibilizar su producción
intelectual, entre otros fines.
El inconveniente grave en Colombia es que
los problemas y las situaciones sociales tienden a negarse y ocultarse, como si
se pudiera escapar ladinamente de la realidad. Se olvida que, como dijo la
filósofa española María Zambrano: “Nada de lo real puede ser humillado”, pues
al final, la realidad –y sus circunstancias– terminará pasando la cuenta de
cobro, y con intereses incluidos, lo que quiere decir que con más graves
consecuencias que si se hubiera atendido el problema a tiempo. Lo que se quiere
desconocer es que la exclusión es y ha sido real y campea por doquier. Este
problema lo reconoce la Constitución Política en su artículo 13 al promover la
“igualdad real y efectiva” como fin de nuestro sistema político, superando así
las meras declaraciones formales de igualdad. Es por eso que contempla los
tratos diferenciados o las acciones afirmativas para los grupos históricamente
subordinados y discriminados. A ese mandato constitucional debemos la ley de
cuotas para la participación de las mujeres en las corporaciones públicas.
En una sentencia, con ponencia de ese gran
Iusfilósofo que fue Carlos
Gaviria Díaz, se dice: “No
hay duda de que la mujer ha padecido históricamente una situación de desventaja
que se ha extendido a todos los ámbitos de la sociedad y especialmente a la
familia, a la educación y al trabajo”. Esa desventaja implica
discriminación, la cual es un atentado contra su dignidad, su valor, su
reconocimiento como sujeto pleno y contra sus posibilidades reales de
materializar su proyecto vital. La discriminación histórica y estructural que
ha padecido la mujer, pues, no es un invento de feministas mamertas, resentidas
o incapaces. No. Es un hecho protuberantemente real. Debemos aceptar, más bien,
que esta se ha naturalizado y ha hegemonizado el sentido común prevalente de la
gente, y que se ha “somatizado” y encarnado en nuestras prácticas cotidianas.
Ya decía Antonio Gramsci
que el “sentido común es mezquinamente misoneísta y conservador”, de ahí
que nos cueste reconocer ciertas nuevas verdades.
Recordemos, finalmente, que uno de los
fundadores de la filosofía en Colombia, el maestro Rafael Carrillo, que tantas generaciones de
filósofos ayudó a formar, sostuvo
en 1939 que la mujer no era apta para la filosofía, “porque carece de capacidad
de abstracción” y ve solo la “parte”, no la “totalidad”, “por eso precisamente,
la historia no conoce un caso de mujer que haya filosofado”. Pues bien,
ya es hora que se discuta a fondo, y de manera diferenciada, la relación
filosofía y exclusión de la mujer, sin intentar tapar y eludir el problema
histórico acudiendo al recurso manido de la meritocracia, pues el mérito si
bien permite que algunos –muy pocos en realidad– franqueen su situación
particular de exclusión, no ataca las estructuras sociales que la hacen
posible. Eso sucede, también, en el caso de la pobreza.
Hay que pensar, entonces, qué significa
ser mujer filósofa y cuáles son las dinámicas propias en el mundo de la
filosofía, pues las relaciones de poder hegemónicas permean todo el espacio
social. Y así como no es lo mismo ser negra en Chocó que en Inglaterra o Suiza,
no es lo mismo ser ama de casa, cumpliendo el rol que la sociedad hegemónica le
ha asignado, que ser intelectual, pensadora, investigadora, mujer crítica,
escritora, etc., en un espacio hegemonizado por hombres. En los dos ejemplos,
el poder está inscrito en el cuerpo, pero no hay que olvidar que el cuerpo es,
también, la geografía de la rebelión y de la sub-versión.
Etiquetas: Género, Mulher, opressão da mulher.